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Página:El Angel de la Sombra.djvu/88

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LEOPOLDO LUGONES

—Dios mío, Marta, me horrorizas sólo con decirlo! Cuando pienso lo que sería para Efraim, para Tristán... Enamorarse así... De un hombre... sea lo que sea... personalmente... Pero sin familia... sin padre conocido...

Bajo la impresión de haber estado soñando, Luisa encontróse en su aposento, temblorosa y helada. Había huído como un soplo ante la brusca revelación.

Era eso, entonces!

Todos, la misma tía Marta que acababa de hablar con tanta nobleza, hallábanse dispuestos a la iniquidad. Todos, todos, la sociedad entera, contra él solo, contra uno solo que no era culpable.

Allá en el seno del silencio y de la sombra, tendida en su lecho, fijos los ojos en la tenebrosa pureza palpitada de estrellas que consentían desde la eternidad, juró la constancia heroica, la trágica entrega, alma por alma, dolor por dolor, falta por falta si lo exigía su fe, abriendo los brazos con irrevocable ademán a su amor y a su destino.


XXXVI


Pasó dos días muy atareada, buscándose pretextos para evitar la soledad y caer, de noche, rendida. Huía de su propia esperanza como ante un riesgo mortal que era, a pesar de todo, la espantosa incertidumbre: Comprenderá?... Por qué me

miró así? Por qué ha cambiado de repente, con tanta indiferencia?... Comprenderá?... Comprenderá que lo querré siempre, sin pedirle nada, ni siquiera su afecto?...