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El Cardenal Cisneros
LVIII.

Habia llegado la última hora de D. Fernando: después de várias correrías por diversos pueblos de Castilla, viajes que hacía para engañar á los Castellanos respecto á su enfermedad, pues él mismo podia hacerse ya pocas ilusiones, fijó su residencia en Trujillo, y desde allí se dirigió á una aldea poco conocida, llamada Madrigalejo, en la etimología de cuyo nombre no se habia fijado sin duda su extraviado espíritu, pues huia del pueblo de Madrigal, que estaba en Castilla, porque los astrólogos le habían anunciado que le sería funesto este nombre, y vino á caer en la agonía en Madrigalejo. Aun entonces se resistía desesperadamente á considerarse sin remedio, pues su confesor, el P. Matienzo, de la Orden de Santo Domingo, que se aproximaba á la puerta de su cámara para asistirle en confesión, fué despedido con repetición, y el Rey quedaba á veces murmurando, diciendo que el buen padre era grandemente importuno, pues venia á verle por sus fines particulares y no á hablarle de Dios. Al fin los médicos, viendo que por instantes estaba acabando D. Fernando, tomando préviamente muchas precauciones, le dieron á entender que apénas tenía tiempo para tomar sus últimas disposiciones en favor del Estado y para la salvación de su alma. Llamó entonces á su confesor, cumplió como cristiano primero, y después llamó á los señores de su Consejo para pensar por vez postrera en las cosas de estos reinos. Dióles á conocer su testamento, en virtud del cual el gobierno de Castilla, con los tres grandes Maestrazgos de Santiago, Calatrava y Alcántara, se adjudicaba