No lo define bien. En tantos años de comprimida juventud y de soledad, ha pasado su sueño por el tamiz de la inteligencia, su cerebro ha descendido al corazón y, enamorada perdida, considera imposible enamorarse.
Indignada contra ella misma por haberse dejado arrastrar por el instinto de rendirse moralmente ante el primer hombre que la cortejara; pregúntase Lina si el amor no es más que ese aturdimiento, esa flojedad nerviosa que por poco la avasalla, o si no será ese amor inferior, una baja curiosidad. Dispuesta a conocer la clave de la vida, su secreto, la ciencia del árbol y de la serpiente, el amor, acude a su memoria un detalle que la impresionó leyendo "El médico de su honra". La ciencia médica como solución de los conflictos morales, el médico, actor en el drama físico como el confesor en el moral...
Y el médico elegido, a la altura de las circunstancias, sin malicia, sin falsos reparos, la instruye, señalando, insistiendo cuando lee en las turbias pupilas de Lina que no ha comprendido aun. Así desfilan ante ella grabados sin arte, sencillos en su impudor, que atraen y repelen a la vez la mirada. La explicación, sin bordados, escueta, grave, es el complemento, la clave de las figuras.
Deseosa de apurar ese cáliz hasta las heces, exige Lina que le descubran el doble fondo de la inmundicia en que la corrupción originaria de la especie llega a las fronteras de la locura, las anomalías de museo secreto, las teratologías primitivas, hoy florecientes en la podredumbre y en el moho de las civilizaciones viejas; los delirios infandos; las iniquidades malditas en todas las huelgas, las rituales infamias de los cultos demoníacos.
De todo eso, Lina concluye que el sentimiento más fijo y constante que acompaña a las manifestaciones amorosas es la vergüenza, persistente, penosa,