CORRERÍAS A CABALLO
Recorrer la montaña a caballo es placer que diviniza al hombre.
Impresiones sobrehumanas de belleza, de terror, de majestad, de grandeza, de poder, de inmensidad debo a la montaña.
Mirando hacia atrás, me veo, chicuela aún, recorriendo los contrafuertes andinos sin más guía que el instinto de mi caballo. ¡Qué deliciosa inconciencia del peligro me alentaba!
Entre los recuerdos de terrores súbitamente experimentados, que siempre tenaces reviven, escogeré algunos.
Quería llegar una tarde a los mamelones rojizos que bordean a la izquierda el río San Juan, cerca de Zonda. Elegí una angostura entre dos montañas tan altas y abruptas que se levantaban como paredes dejando de ver, allá arriba, un tajo de luz. Difícil era internarse sin ir señalando el paso con jirones de la amazona que quedaban suspendidos de las afiladas aristas de la roca.
Largo rato hacía que mi caballo avanzaba, avanzaba tranquilo y mesurado. De pronto noté el es tremecimiento peculiar en el equino cuando duda, si obedecerá o no la voluntad del amo. Avanzaba aún, pero dudoso y estremeciéndose.