Y la angustia del pensar en los que en casa esperaban sufriendo lo indecible, ahogaba nuestra propia angustia.
A esa lamentable situación, añadióse otro temor más. Habíamos notado que uno de los caballos, mi hermoso alazán, hacía rato movía acompasadamente las riendas como para librarse de algo que lo molestara. Bien pronto hallamos el porqué: Con inteligente perseverancia, había restregado la cabeza contra las ramas hasta pasar las orejas bajo el cabestro y quedar libre. El hambre lo separó lentamente de sus compañeros, a pesar de nuestras voces amigas que no lograron más que detener un instante su inevitable alejamiento.
124 Intranquilos los otros, al oirlo comer, hicieron lo posible por libertarse y el ruano lo logró rompiendo la rienda. Ni pensar, por el momento, en darles caza.
Ateridos de frío, sepultados en tinieblas, azotados por la lluvia y el viento no teníamos fuerzas ni para temblar al oir deslizarse a esos misteriosos animales de la montaña y de la selva que por las serranías merodeaban.
Largamente interminable y angustiosa, fué esa noche de terrores.
El alba llegó, por fin, palidísima. Había amainado el temporal. Llovía tenaz y menudamente sin relámpagos ni truenos.
Después de dolorosos esfuerzos, conseguimos desentumecer los anquilosados miembros y ponernos en pie. Dos caballos estaban aún bajo el árbol; los otros dos pastaban allí cerca. Mi alazán se dejó apresar fácilmente. No así el ruano, animal mañero y arisco que amenazaba con dar de coces al que se le aproximara. A fuerza de maña logramos atraparlo