caímos en una brasserie que fué, sí, caer en las brasas. Mi padre entra primero: ¡No mires!, me dice.
Habíamos dado con una casa non sancta en pleno jolgorio.
Fuera, otra vez. ¿Dónde cenar? Un pobre, mal entrazado, con buenos modales, ofreció llevarnos a un hotel. Nuestros compañeros le desconfiaban porque, a la par de él, iba otro por la acera de enfrente, que les pareció sospechoso. Mi padre, intranquilo, temiendo perder el tren, ataja a un caballero que abría la puerta de su casa. ¡Oh, sorpresa! ¡ Era el comisario del "Ipiranga", de nuestro "Ipiranga".
Nos condujo a una brasserie decente; cenamos pollo y jamón rociado con excelente Burdeos y, ya lastrados, jal tren! Una pitada nos indica que era un poco bastante demasiado tarde, como dice en "La Gringada" Antonio Podestá.
Y tanto que el tren pasó soplándonos en pleno rostro: La hicimos!
Pero no: Era un expreso que no hacía alto en Boulogne. Ya en la estación, nos avisan que pasáramos al andén: Allí los pasajeros, como mulos, acarrean el equipaje. Prohiben el acceso a los changadores. El ingeniero sudaba trasladando su escopeta fina, que pasó en aduanas sin pagar derecho, gracias a su incomparable flema, sus baules atestados de ropa de baile, indispensable ya a la llegada, y el nécessaire, amén de mi saco de pieles que, como español y caballero, no permitió que yo llevara al brazo.
En vista de que tren no llegaba—las 4 p. mno volverían a dar—decidimos atorrar por los alrededores. Preciosa la vista de la ciudad con sus calles en alto, empinando casas de techos rojos y negras chimeneas; con sus puentes bajo los que pasan bulevares bordeados de álamos, tan altos como los de Mendoza; con sus torres de iglesias, conventos, escuelas, castillos.