bajo el morisco pórtico cuya leyenda decía: "Jardines de la Alhambra", Desde el balcón de mi pieza domino la ciudad, el río, la Sierra Nevada.
Bien de mañana, dejando de lado la catedral, cartuja, iglesias y ciudad, me bañé en belleza visitando la Alhambra. Primero fuí al Generalife, desde cuya torre se dominan los palacios del Alcázar. Sabía que la Alhambra, residencia real y fortaleza a un tiempo, no es bella por fuera. Con todo, penosa impresión me causó el conjunto de esas rojizas torres defendidas por murallones, derribados en parte. El amor, la adoración con que mis sueños de adolescente nutrieron las descripciones y leyendas que del Alcázar leía, la vida poética con que mi imaginación la había vestido, se resistían a admitir que aquello fuese la Alhambra idealizada.
A la tarde la visité sin más guía que mi intuición. Nos decimos civilizados y no produciremos ja—¹ más algo como aquello. Por dentro es de una belleza de encanto, de ensueño, de hadas. Las paredes, como encajes; los techos, como el de la sala de Embajadores, semejan cielo estrellado, pero un cielo divinamente hecho por el hombre al alcance de sus ojos, como el de la sala de las Dos Hermanas, parece el de preciosa gruta de estalactitas, donde nadie fuera osado a poner mano ; los azulejos, que corren como zócalos o recubren como tejados, brillan con metálica luz, irisados, vivientes; las ventanas y las puertas afiligranadas hacen dudar si son encajes superpuestos en artística perspectiva. ¡Y qué vistas se dominan!
Sierras cubiertas de nieve en manchas brillantes y puras; colinas rojizas dibujadas en verde por olivos, pinos y cipreses; la ciudad nuéva, el barrio viejo, las cuevas donde habitan gitanos, el río. Y ese ruido del agua, música que mejor acompaña y mece a esta