teatro, por lo imprevisto, original, desbordante de color local. Pero, edificada en el llano, no ofrece la feérica perspectiva de Granada.
Córdoba, en cambio, sin ser bella entre bellezas como la Perla Arabe, encierra joya de inestimable precio, la mezquita morisca en mal hora contrahecha en catedral. Es única en el mundo: imaginen un bosque de columnas de mármoles preciosos—casi mil columnas sosteniendo doble arcada roja y blanca a listones, la que a su vez soporta ojivado techo, blanco hasta deslumbrar. Antes abríase la mezquita al aire libre, sobre jardines, en todas direcciones. El fanatismo hispano la amuralló, convirtiendo en obscuras bóvedas lo que eran arcadas orientales hacia la luz. Dispusieron los árabes ese bosque de columnas con pespectiva tal, que, en cualquier sitio que el espectador admirado se colocara, abrían las arcadassimétricam rte bellas, en todas direcciones. El fanatismo hispano abofeteó esa maravilla, colocando en su centro un altar monumental estilo renacimiento, que interrumpe la perspectiva de la mezquita, cualquiera que sea el punto de la mira elegido. Nada respetó España de la belleza mora. Incapaz de comprenderla la entregó a gitanos trashumantes, que convirtieron en sucias pocilgas los alhajares en que el príncipe árabe guardaba a sus favoritas. Así, la Alhambra, donde aun se ve la grosera mano de cal y de hirientes pinturas recubriendo paredes afiligranadas por el artista decorador y antes bella y vivamente pintadas; donde aun se ve la señal del fogón que calcinó las paredes; donde aun están las divisiones de madera empotradas en los artísticos muros, las gráciles ventanas y aéreos miradores ocultos por tosca pared de adobes, los azulejos inimitados, rotos o desaparccidos casi en su totalidad; los mosaicos ad-