más desviada, cada vez morbosa, fué el último esfuerzo de su yo para impedir la intelectualización absoluta, fronteriza con la locura.
Encerrado en su yo subjetivo, no saliendo de él sino para verlo desarrollarse en sus auto—experimentos psicológicos, llegó a sentirse incapaz de obrar si una idea neta no lo dirigía. El sentimiento de impotencia de salir de su yo, y el culto idolátrico que a este yo profesara, fueron los síntomas, cada vez más netos, de su desequilibrio.
La vanidad, esa reacción ingenua del yo sobre el mundo exterior, crece en los hombres en razón directa del desequilibrio de la personalidad. A medida que la acción inhibi lora disminuye, aumenta la reacción por reflejos. Una ponderación exacta del yo interno, una mejor coordinación de los fenómenos mentales, una plena conciencia de sí mismo, una esclarecida reflección, dándonos instintivamente el sentido del propio valer, debilitan la vanidad.
Los locos y los criminales, seres parcialmente sociables o sociables por intermitencias, ignoran toda afectividad íntima, continuada: sufren crisis emotivo—impulsivas. Una poderosa inteligencia puede aunarse con tendencias a la locura o al crimen. Jamás estas tendencias coinciden con el desarrollo nor mal de la afectividad. En la locura lúcida las facultades intelectuales sutiles, poderosísimas, orientan a menudo hacia el crimen, merced a la ausencia de frenos, de escrúpulos, de obstáculos.
Este es el más grave daño de la mala cultura del espíritu. Entre los desequilibrados se recluta la mayor parte de los diletantes sentimentales, cuya perturbación es estimulada por lecturas que comprenden ma!, o entienden a medias. La falta de espíritu