Y Musset, este bellísimo brote de la segunda ge neración romántica, increpa a la progenitora exclamando: "¡Oh noble Goethe! tú, para quien la encantadora poesía fué la hermana de la ciencia, ¿no pudiste obligarlas a que entre las dos encontraran en la inmortal naturaleza una planta saludable para su favorito? Y tú, Byron, ¿no tenías cerca de Ravena, a la sombra de los naranjos de Italia, bajo el claro cielo veneciano, a la orilla de tu querido Adriático, no tenías una mujer que amaras?" El virus romántico, procedente de Alemania y de Inglaterra, se inoculó prontamente en Francia ayudado por circunstancias especiales. Musset, en "La confesión de un hijo del siglo", las reproduce fielmente. Durante las guerras del Imperio, mientras los maridos y los hermanos se encontraban en Alemania, las madres, intranquilas, habían dado al mundo una generación ardiente, pálida y nerviosa. Concebidos entre dos batallas, educados en colegios a los que incesantemente llegaba el bélico redoble de los tambores, millares de niños se contemplaban unos a otros con mirada sombría, mientras se les obligaba a desarrollar, con ejercicios adecuados, su tierna musculatura.
Nunca hubo tantas noches sin sueño como entonces, Ini se ha visto transitar por las calles, en sombría actitud, ta: tas madres desoladas; jamás se hizo un silencio tan profundo en torno de los que pronunciaban la palabra "muerte". Un día, cayó el Emperador y la Francia, viuda del César, sintió repentinamente el dolor de todas sus heridas. Y, sobre un mundo de ruinas, sentóse una juventud llena de preocupaciones.
Esos adolescentes tenían en la imaginación todo un mundo... contemplaban la tierra, el cielo, las calles y los caminos... Todo lo encontraban vacío; sólo se escuchaba, a lo lejos, la religiosa voz de las campanas.
Cuando los niños hablaban de gloria, se les decía:
"haceos curas"; si hablaban de ambición, "haceos