Al perder su madre, Emma lloró mucho, al principio. Hizo bordar un cuadro fúnebre con cabellos de la muerta y en la carta que envió a su padre rogábale le reservara una sepultura al lado de aquella que acababa de dejarlos. Exteriorizando su dolor, deslizóse poco a poco por los meandros lamartinianos y oyó el tañer de arpas sobre lagos tranquilos; todos los cantos de los cisnes al morir; las caídas de todas las hojas,; el ascender de las vírgenes inmaculadas al cielo, y aun la voz del Eterno discurriendo por los valles.
Antes de casarse, Emma creía amar a Bovary.
Después temió haberse equivocado porque la felicidad que debía resultar de ese amor no había llegado, en la formą, imaginada, al menos.
Y Emma trataba de averiguar qué entiende la vida por esas palabras "felicidad", "pasión", "delirio", que tan bellas parecían en los libros. ¡Cómo conformar esas líricas aspiraciones, esas exaltaciones vagas y febriles con la realidad! ¡Y qué realidad tan prosaica, para la pobre cabeza de pájarito, la de ese marido, medicastro de campaña, bonachón, ingenuo, adorador de su Emma como un salvaje de su fetiche, sin comprender, sin querer saber, temiendo y amando, amando por primera y única vez!
Al recordar lo que leyera en sus libros, quiso Emma amar y ser amada románticamente en el hogar.
Noche a noche, recitó a Carlos, en el jardín, en complicidad con la luna, apasionadas rimas, o cantóle, suspirando, melancólicas romanzas. Pero sorprendíase al hallarse, después, tan sin pasión como antes y que Bovary no pareciera ni más amoroso ni más conmovido. Incapaz de comprender lo que otro experimentara o de creer lo que no se manifestase de acuer-