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Página:El Dilettantismo sentimental.djvu/80

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Raquel Camaña

ma, del balcón de los señoriales castillos donde se refugia el goce; de un saloncito con cortinados de seda y tapices de Esmirna; de jardineras rebosantes de flores tropicales; de un lecho colocado sobre alto estrado; del titilar de las piedras preciosas y de las agujetas de las libreas.

Y, para ese pueblucho que tanto despreciaba, vestía, Emma, de mañana, lujoso peinador cuyo escote dejaba entrever fino camisolín de seda cerrado con tres botones de oro y calzaba babuchas de raso granate sujetas sobre el alto empeine con un lazo de cintas colgantes. Alhajó su "boudoir" con precioso escritorio, carpeta, papelera, portaplumas y papel timbrado, aun cuando no tenía a quién escribir. De mañana arreglaba con arte su nido, mirábase largamente al espejo, pintaba a la acuarela o tocaba el piano; luego tomaba un libro y trataba de leer. Pero poco a poco, arrastrada por su fogosa imaginación, soñaba entre líneas, y el libro caía sobre las faldas.

Veíase viajando lejos, lejos de esa vida a ras de tierra; o bien. deseaba volver al convento donde fué educada, donde soñó tan deliciosamente, Imaginábase, a la vez, muerta y viviendo en París.

Al fin, el virus de las lecturas románticas acabó su obra. La mediocridad doméstica la empujó hacia lujosas fantasías; las ternuras matrimoniales le sugirieron adúlteros deseos, sin que el amor de Berta, la hijita, consiguiera retenerla.

Su vida de esposa y madre desamorada, de adúltera insaciada e insaciable, siguió siendo tan artificial, después de la caída, como lo era antes. De día, amodorrada en su salita que perfumaban pastillas del serrallo humeantes en arábigos pebeteros; de noche, leyendo hasta el alba libros extravagantes que pintaban cuadros de orgías y de sangre.

Al revivir esas escenas con su desenfrenada ima-