razón, tan infinita por sus facultades, tan admirable por su ideal. Poderosa como un ángel en la acción, semejante a Dios cuando piensa... En cambio el cuerpo, "pesada y basta mole", nos obliga a arrastrarnos entre cielo y tierra. Por eso, si algo queremos debemos llevarlo a cabo inmediatamente. De no hacerlo así nuestra voluntad se verá aprisionada por tantos obstáculos como manos, lenguas y accidentes puedan cruzarse en su camino y aplazará indefinidamente el acto que dejará por doloroso vestigio el impotente "si lo hubiera realizado"...
¿Por qué, a pesar de ser hoy ya prejuicios, cautivan nuestra atención, solicitan nuestro interés?
Porque son los prejuicios más hondamente arraigados; aquellos que heredaron con la sangre y se mamaron con la leche; aquellos que nos fueron inculeados por la madre, día a día, al abrir y al cerrar los ojos a la luz, sin sospechar la muy amada que aferraba a nuestro pensamiento un grillete cuya liberación exigiría de nosotros esfuerzos sobrehumanos.
Y con todo, la verdad adquirida después a costa de rudo batallar queda en nosotros en estado de noción:
no es más que saber, jamás pasará a nuestra sangre.
Procuremos que pase a la de nuestros hijos.
Además, en el teatro reina la psicología del ambiente, de la multitud, en gran parte primitiva, ig.nara, creyente, pseudo religiosa. Pero, así como a esa misma multitud le repugna ya la encarnación visible de un prejuicio, la aparición del espectro, día llegará en que repugne a su razón lo que hoy repugna a sus ojos y a sus oídos: la encarnación nefasta de los prejuicios "Providencia", "otro mundo", "vida terrestre efímera", "alma y cuerpo", que han hecho del pseudo—cristiano ese animal de rebaño tan fácil de dominar por el miedo a castigos tanto más terribles cuanto más misteriosos y eternales.
El célebre monólogo vive aún hoy más que ayer.