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cido. Caminaron durante quince días por un interminable pantano, llevando á la rodilla y á la cintura el agua, que los soles tropicales calentaban hasta una mórbida tibieza en la cual bullían pestíferos fermentos. Con ella apagaban su sed, exasperada por la fiebre que en ella misma bebían. Los gajos de los árboles eran sus lechos. Para comer, encendían sus fuegos sobre pértigas entrelazadas, á modo de trébedes gigantescas. Todo caía en ocasiones al fango, y los últimos días de aquel viaje, ya no hubo más alimento que el cogollo de las palmeras.

Llovía entre tanto espantosamente, inundándose cada vez más la selva, y sin que por ello una ráfaga de frescura aliviara la emoliente asfixia de aquel lúgubre sudadero. Todas las sabandijas del bosque, exaltadas por la germinante humedad, se abatían sobre los expedicionarios en ferocísimos enjambres. Pero nadie intentó retroceder. Más pálidos que espectros, chapaleando pesadamente con el pantano eterno sus propias disenterias, devorados por comezones enloquecedoras, delirantes de hambre, furiosos de clausura entre aquella fronda con su ambiente de sótano, lati-