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cuerda á sus antecesores de la reducción, salta cauteloso entre los helechos; y el silencio, tan característico que se hace notar como una presencia, completa la impresión de paz.

Los montones de piedras delinean antiguas calles, cercados y recintos. Sobre el ábaco de un pilar, al que apenas diferencia de los troncos cercanos su rectangular estructura, un guaembé (philodendron micans) dilata sus hojas como en un vasto macetón de vestíbulo; orna la adaraja que descubrió un derrumbe, tal cual cactea; yérguense sobre los parapetos elegantes arbustos, y por todos los rincones cuelgan las avispas sus panales de cartón.

Donde las construcciones fueron de tapia, la profusión es mucho mayor desde luego. La higuera silvestre y el ombú han medrado ávidamente en aquellos montones de tierra, alcanzando proporciones desmesuradas su inconsistente tronco. Esas masas de albura en que el machete se hunde como en carne de pera, han realizado los más curiosos caprichos plásticos al apoderarse de las ruinas. Aquí uno mantiene incrustado entre sus raigones tal trozo de pared, sobre el cual diríase que