Tornaron á su comenzado camino del Puerto Lápice, y á obra de las tres del día le descubrieron.
—Aquí, dijo en viéndole don Quijote, podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras; mas advierte que, aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano á tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden es canalla y gente baja; que en tal caso, bien puedes ayudarme; pero si fueren caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes hasta que seas armado caballero.
—Por cierto, señor, respondió Sancho, que vuestra merced será muy bien obedecido en esto; y más que yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos ni pendencias; bien es verdad que en lo que tocare á defender mi persona, no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle.
—No digo yo menos, respondió don Quijote; pero en esto de ayudarme contra caballeros, has de tener á raya tus naturales ímpetus.
—Digo que así lo haré, respondió Sancho, y que guardaré ese precepto tan bien como el día del domingo.
Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios; que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás dellos venía un coche con cuatro ó cinco de á caballo que le acompañaban, y dos mozos de mulas á pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína que iba á Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba á las Indias con muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban el mismo camino; mas apenas los divisó don Quijote, cuando dijo á su escudero:
—O yo me engaño, ó esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí parecen, deben de ser, y son sin duda, algunos encantadores, que llevan hurtada alguna