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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

aunque procuraba dormir, no lo consentía el dolor de sus costillas; y don Quijote, con el dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos como liebre. Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz que la que daba una lámpara que, colgada en medio del portal, ardía.

Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre nuestro caballero traía de los sucesos que á cada paso se cuentan en los libros autores de su desgracia, le trujo á la imaginación una de las extrañas locuras que buenamente imaginarse pueden: y fué, que él se imaginó haber llegado á un famoso castillo (que, como se ha dicho, castillos eran á su parecer todas las ventas donde alojaba), y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado dél, y prometido que aquella noche, á furto de sus padres, vendría á yacer con él una buena pieza: y teniendo toda esta quimera, que él se había fabricado, por firme y valedera, se comenzó á acuitar y á pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver, y propuso en su corazón de no cometer alevosía á su señora Dulcinea del Toboso, aunque la misma reina Ginebra con su dueña Quintañona se le pusiese delante.

Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y la hora (que para él fué menguada) de la venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fustán, con tácitos y atentados pasos entró en el aposento donde los tres alojaban, en busca del arriero; pero apenas llegó á la puerta, cuando don Quijote la sintió; y sentándose en la cama, á pesar de sus bizmas y con dolor de sus costillas, tendió los brazos para recebir á su fermosa doncella. La asturiana, que, toda recogida y callando, iba con las manos delante buscando á su querido, topó con los brazos de don Quijote, el cual la asió fuertemente de una muñeca, y tirándola hacia sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama; tentóle luego la camisa, y aunque ella era de arpillera, á él le pareció ser de finísimo y delgado cendal. Traía en las muñecas unas cuentas de vidrio, pero á él le dieron vislumbres de preciosas perlas orientales; los cabellos, que en alguna

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