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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Aun vuestra merced menos mal, pues tuvo en sus manos aquella incomparable fermosura que ha dicho; pero yo ¿qué tuve, sino los mayores porrazos que pienso recebir en toda mi vida? ¡Desdichado de mí y de la madre que me parió! que ni soy caballero andante ni lo pienso ser jamás, y de todas las malandanzas me cabe la mayor parte.

—Luego ¿también estás tú aporreado? respondió don Quijote.

—¿No le he dicho que sí, pese á mi linaje? dijo Sancho.

—No tengas pena, amigo, dijo don Quijote; que yo haré ahora el bálsamo precioso, con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.

Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y entró á ver el que pensaba que era muerto; y así como le vió entrar Sancho, viéndole venir en camisa y con su paño de cabeza, y el candil en la mano, y con muy mala cara, preguntó á su amo:

—Señor, ¿si será éste á dicha el moro encantado, que nos vuelve á castigar, si se dejó algo en el tintero?

—No puede ser el moro, respondió don Quijote, porque los encantados no se dejan ver de nadie.

—Si no se dejan ver, déjanse sentir, dijo Sancho; si no, díganlo mis espaldas.

—También lo podrían decir las mías, respondió don Quijote; pero no es bastante indicio ese para creer que este que se ve sea el encantado moro.

Llegó el cuadrillero, y como les halló hablando en tan sosegada conversación, quedó suspenso. Bien es verdad que aun don Quijote se estaba boca arriba sin poderse menear, de puro molido y emplastado. Llegóse á él el cuadrillero y díjole:

—Pues ¿cómo va, buen hombre?

—Hablara yo más bien criado, respondió don Quijote, si fuera que vos. ¿Usase en esta tierra hablar desa suerte á los caballeros andantes, majadero?

El cuadrillero, que se vió tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer, no lo pudo sufrir; y alzando el candil con todo su aceite, dió