—Acabe norabuena donde quisiere, dijo don Quijote, y veamos si se puede mover Rocinante.
—Tornóle á poner las piernas, y él tornó á dar saltos y á estarse quedo: tanto estaba de bien atado.
En esto parece ser, ó que del frío de la mañana que ya venía, ó que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, ó que fuese cosa natural (que es lo que más se debe creer), á él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pensar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible; y así, lo que hizo, por bien de paz, fué soltar la mano derecha que tenía asida al arzón trasero, con la cual, bonitamente y sin rumor alguno, se soltó la lazada corrediza con que los calzones se sostenían, sin ayuda de otra alguna; y en quitándosela, dieron luego abajo y se le quedaron como grillos; tras esto, alzó la camisa lo mejor que pudo y echó al aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho esto (que él pensó que era lo más que tenía que hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia), le sobrevino otra mayor, que fué que le pareció que no podía mudarse sin hacer estrépito y ruido, y comenzó á apretar los dientes y á encoger los hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero con todas estas diligencias fué tan desdichado, que al cabo al cabo vino á hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que á él le ponía tanto miedo.
Oyólo don Quijote y dijo:
—¿Qué rumor es ese, Sancho?
—No sé, señor, respondió él: alguna cosa nueva debe de ser; que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez á probar ventura, y sucedióle tan bien, que sin más ruido ni alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado. Mas como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él, que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se