seis horas que ha que se me dió, he hecho el camino que sabéis, que es de diez y ocho leguas.
»En tanto que el agradecido y nuevo correo esto me decía, estaba yo colgado de sus palabras, temblándome las piernas, de manera que apenas podía sostenerme. En efecto, abrí la carta, y vi que contenía estas razones:
«La palabra que don Fernando os dió, de hablar á vuestro padre
»para que hablase al mío, la ha cumplido mucho más en su gusto que
»en vuestro provecho. Sabed, señor, que él me ha pedido por esposa;
»y mi padre, llevado de la ventaja que él piensa que don Fernando os
»hace, ha venido en lo que quiere con tantas veras, que de aquí á dos
»días se ha de hacer el desposorio, tan secreto y tan á solas, que sólo
»han de ser testigos los cielos y alguna gente de casa. Cuál yo quedo,
»imaginadlo; si os cumple venir, vedlo; y si os quiero bien ó no, el
»suceso deste negocio os lo dará á entender. A Dios plega que ésta
»llegue á vuestras manos, antes que la mía se vea en condición de jun-
»tarse con la de quien tan mal sabe guardar la fe que promete.»
»Estas, en suma, fueron las razones que la carta contenía, las que me hicieron poner luego en camino, sin esperar otra respuesta ni otros dineros; que bien claro conocí entonces que no la compra de los caballos, sino la de su gusto, había movido á don Fernando á enviarme á su hermano. El enojo que contra don Fernando concebí, junto con el temor de perder la prenda, que con tantos años de servicios y deseos tenía granjeada, me pusieron alas; pues, casi como en vuelo, el propio día me puse en mi lugar, al punto y hora que convenía para ir á hablar á Luscinda. Entré secreto, y dejé una mula, en que venía, en casa del buen hombre que me había llevado la carta; y quiso la suerte que entonces la tuviese tan buena, que hallé á Luscinda puesta a la reja, testigo de nuestros amores. Conocióme Luscinda luego, y conocíla yo; mas no como debía ella conocerme, y yo conocerla. Pero ¿quién hay en el mundo que se pueda alabar que ha penetrado y sabido el confuso pen-