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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

pies); con todo esto, los del amor, ó los de la ociosidad, por mejor decir, á quien los del lince no pueden igualarse, me vieron, puestos en la solicitud de don Fernando; que este es el nombre del hijo menor del duque que os he contado.»

No hubo bien nombrado á don Fernando la que el cuento contaba, cuando á Cardenio se le mudó la color del rostro, y comenzó á trasudar con tan grande alteración, que el cura y el barbero, que miraron en ello, temieron que le venía aquel accidente de locura que habían oído decir que de cuando en cuando le venía; mas Cardenio no hizo otra cosa que trasudar y estarse quedo, mirando de hito en hito á la labradora, imaginando quién ella era; la cual, sin advertir en los movimientos de Cardenio, prosiguió su historia diciendo:

—Y no me hubieron bien visto, cuando, según él dijo después, quedó tan preso de mis amores, cuanto lo dieron bien á entender sus demostraciones. Mas, por acabar presto con el cuento (que no le tiene) de mis desdichas, quiero pasar en silencio las diligencias que don Fernando hizo para declararme su voluntad: sobornó toda la gente de mi casa, dió y ofreció dádivas y mercedes á mis parientes; los días eran todos de fiesta y de regocijo en mi calle; las noches no dejaban dormir á nadie las músicas; los billetes que, sin saber cómo, á mis manos venían, eran infinitos, llenos de enamoradas razones y ofrecimientos, con menos letras que promesas y juramentos; todo lo cual, no sólo no me ablandaba, pero me endurecía de manera, como si fuera don Fernando mi mortal enemigo, y que todas las obras que para reducirme á su voluntad hacía las hiciera para el efecto contrario; no porque á mí me pareciese mal la gentileza de don Fernando, ni que tuviese á demasía sus solicitudes, porque me daba un no sé qué de contento verme tan querida y estimada de un tan principal caballero, y no me pesaba ver en sus papeles mis alabanzas (que en esto, por feas que seamos las mujeres, me parece á mí que siempre nos da gusto el oir que nos llaman hermosas); pero á todo esto se oponía mi honestidad, y los consejos continuos que mis padres me daban, que ya muy al descu-