mostró bien claro el sentimiento y vergüenza del alma. En las suyas sintieron, los que escuchado la habían, tanta lástima como admiración de su desgracia; y aunque luego quisiera el cura consolarla y aconsejarla, tomó primero la mano Cardenio, diciendo:
—En fin, señora, ¿que tú eres la hermosa Dorotea, la hija única del rico Clenardo?
Admirada quedó Dorotea cuando oyó el nombre de su padre, y de ver cuán de poco era el que le nombraba (porque ya se ha dicho de la mala manera que Cardenio estaba vestido); y así, le dijo:
—Y ¿quién sois vos, hermano, que así sabéis el nombre de mi padre? porque yo hasta ahora, si mal no me acuerdo, en todo el discurso del cuento de mi desdicha no le he nombrado.
—Soy, respondió Cardenio, aquel sin ventura que, según vos, señora, habéis dicho, Luscinda dijo que era su esposo; soy el desdichado Cardenio, á quien el mal término de aquel que á vos os ha puesto en el que estáis, me ha traído á que me veáis cual me veis, roto, desnudo, falto de todo humano consuelo, y lo que es peor de todo, falto de juicio, pues no le tengo sino cuando al cielo se le antoja dármele por algún breve espacio. Yo, Dorotea, soy el que me hallé presente á los desposorios de don Fernando, y el que aguardó á oir el sí que de ser su esposa pronunció Luscinda; yo soy el que no tuvo ánimo para ver en qué paraba su desmayo, ni lo que resultaba del papel que le fué hallado en el pecho; porque no tuvo el alma sufrimiento para ver tantas desventuras juntas; y así, dejé la casa y la paciencia, y una carta que dejé á un huésped mío, á quien rogué que en manos de Luscinda la pusiese; y víneme á estas soledades con intención de acabar en ellas la vida, que desde aquel punto aborrecí como mortal enemiga mía. Mas no ha querido la suerte quitármela, contentándose con quitarme el juicio, quizá por guardarme para la buena ventura que he tenido en hallaros; pues siendo verdad, como creo que lo es, lo que aquí habéis contado, aun podría ser que á entrambos nos tuviese el cielo guardado mejor suceso en nuestros desastres, que