tiste un olor sabeo, una fragancia aromática, y un no sé qué de bueno, que yo no acierto á dalle nombre? Digo, un tuho ó tufo, como si estuvieras en la tienda de algún curioso guantero.
—Lo que sé decir, dijo Sancho, es que sentí un olorcillo algo hombruno; y debía de ser que ella, con el mucho ejercicio, estaba sudada y algo correosa.
—No sería eso, respondió don Quijote, sino que tú debías de estar romadizado, ó te debiste de oler á ti mismo; porque yo sé bien á lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído.
—Todo puede ser, respondió Sancho; que muchas veces sale de mí aquel olor, que entonces me pareció que salía de su merced de la señora Dulcinea; pero no hay de qué maravillarse; que un diablo parece á otro.
—Y bien, prosiguió don Quijote: he aquí que acabó de limpiar su trigo y de enviallo al molino; ¿qué hizo cuando leyó la carta?
—La carta, dijo Sancho, no la leyó, porque dijo que no sabía leer ni escribir; antes la rasgó y la hizo menudas piezas, diciendo que no la quería dar á leer á nadie, porque no se supiesen en el lugar sus secretos; y que bastaba lo que yo le había dicho de palabra acerca del amor que vuestra merced le tenía, y de la penitencia extraordinaria que por su causa quedaba haciendo; y finalmente, me dijo que dijese á vuestra merced que le besaba las manos, y que allí quedaba con más deseo de verle que de escribirle; y que así, le suplicaba y mandaba que, vista la presente, saliese de aquestos matorrales y se dejase de hacer disparates, y se pusiese luego, luego, en camino del Toboso, si otra cosa de más importancia no le sucediese, porque tenía gran deseo de ver á vuestra merced. Rióse mucho cuando le dije cómo se llamaba vuestra merced el caballero de la Triste Figura: preguntéle si había ido allá el vizcaíno de marras; díjome que sí, y que era un hombre muy de bien; también le pregunté por los galeotes; mas díjome que no había visto hasta entonces alguno.