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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

certificándoles que aquel oidor era su hermano. Habíale dicho también el criado cómo iba proveído por oidor á las Indias, en la audiencia de Méjico; supo también cómo aquella doncella era su hija, de cuyo parto había muerto su madre, y que él había quedado muy rico con el dote que, con la hija, se le quedó en casa. Pidióles consejo qué modo tendría para descubrirse, ó para conocer primero si, después de descubierto, su hermano, por verle pobre, se afrentaría, ó le recibiría con buenas entrañas.

—Déjeseme á mí el hacer esa experiencia, dijo el cura: cuanto más, que no hay pensar sino que vos, señor capitán, seréis muy bien recibido; porque el valor y prudencia que en su buen parecer descubre vuestro hermano, no da indicios de ser arrogante ni desconocido, ni que no ha de saber poner los casos de la fortuna en su punto.

—Con todo eso, dijo el capitán, yo querría no de improviso, sino por rodeos, dármele a conocer.

—Yo os digo, respondió el cura, que yo lo trazaré de modo que todos quedemos satisfechos.

Ya en esto estaba aderezada la cena para el oidor y su hija, y los dos se sentaron á la mesa; el cautivo se desvió á un lado, y las señoras se retiraron á su aposento. En la mitad de la cena dijo el cura:

—Del mismo nombre de vuestra merced, señor oidor, tuve yo una camarada en Constantinopla, donde estuve cautivo algunos años, la cual camarada era uno de los más valientes soldados y capitanes que había en toda la infantería española; pero tanto cuanto tenía de esforzado y valeroso, tenía de desdichado.

—Y ¿cómo se llamaba ese capitán, señor mío? preguntó el oidor.

—Llamábase, respondió el cura, Rui Pérez de Viedma, y era natural de un lugar de las montañas de León; el cual me contó un caso que á su padre con sus hermanos le había sucedido, que, á no contármelo un hombre tan verdadero como él, lo tuviera por conseja de aquellas que las viejas cuentan en invierno al fuego; porque me dijo que su padre había dividido su hacienda entre tres hijos que tenía, y les había dado