Entendióle el cura, y dijo que de muy buena gana haría lo que le pedía, si no temiera que, en viéndose su señor en libertad, había de hacer de las suyas, y irse donde jamás gentes le viesen.
—Yo le fío de la fuga, respondió Sancho.
—Y yo y todo, dijo el canónigo, y más si él me da la palabra, como caballero, de no apartarse de nosotros hasta que sea nuestra voluntad.
—Sí doy, respondió don Quijote, que todo lo estaba escuchando: cuanto más que el que está encantado, como yo, no tiene libertad para hacer de su persona lo que quisiere; porque el que le encantó le puede hacer que no se mueva de un lugar en tres siglos; y si hubiere huido, le hará volver en volandas; y que, pues esto era así, bien podían soltalle, y más siendo tan en provecho de todos; y del no soltalle les protestaba que no podía dejar de fatigalles el olfato, si de allí no se desviaban.
Tomóle la mano el canónigo, aunque las tenía atadas, y debajo de su buena fe y palabra, le desataron, de que él se alegró infinito, y en grande manera de verse fuera de la jaula; y lo primero que hizo, fué estirarse todo el cuerpo, y luego se fué donde estaba Rocinante, y dándole dos palmadas en las ancas, dijo:
—Aun espero en Dios y en su bendita Madre, flor y espejo de los caballos, que presto nos hemos de ver los dos cual deseamos, tú con tu señor á cuestas, y yo encima de ti, ejercitando el oficio para que Dios me echó al mundo.
Y diciendo esto, don Quijote se apartó con Sancho en remota parte, de donde vino más aliviado, y con más deseos de poner en obra lo que su escudero ordenase.
Mirábalo el canónigo, y admirábase de ver la extrañeza de su grande locura, y de que en cuanto hablaba y respondía mostraba tener bonísimo entendimiento; solamente venía a perder los estribos, como otras veces se ha dicho, en tratándole de caballerías. Y así, movido de compasión, después de haberse sentado todos en la verde hierba para esperar el repuesto del canónigo, le dijo:
—¿Es posible, señor hidalgo, que haya podido tanto con vuestra