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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

—Señor, ¿quién es este hombre, que tal talle tiene y de tal manera habla?

—¿Quién ha de ser, respondió el barbero, sino el famoso don Quijote de la Mancha, desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, el amparo de las doncellas, el asombro de los gigantes y el vencedor de las batallas?

—Eso me semeja, respondió el cabrero, á lo que se lee en los libros de caballeros andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merced dice; puesto que para mí tengo, ó que vuestra merced se burla, ó que este gentil hombre debe de tener vacíos los aposentos de la cabeza.

—Sois un grandísimo bellaco, dijo á esta sazón don Quijote, y vos sois el vacío y el menguado; que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa puta que os parió.

Y diciendo y haciendo, arrebató de un pan que junto á sí tenía, y dió con él al cabrero en todo el rostro con tanta furia, que le remachó las narices; mas el cabrero, que no sabía de burlas, viendo con cuántas veras le maltrataban, sin tener ningún respeto á la alhombra ni á los manteles, ni á todos aquellos que comiendo estaban, saltó sobre don Quijote, y asiéndole del cuello con entrambas manos, no dudara de ahogalle, si Sancho Panza no llegara en aquel punto, y le asiera por las espaldas, y diera con él encima de la mesa, quebrando platos, rompiendo tazas, y derramando y esparciendo cuanto en ella estaba. Don Quijote, que se vió libre, acudió a subirse sobre el cabrero, el cual, lleno de sangre el rostro, molido a coces de Sancho, andaba buscando á gatas algún cuchillo de la mesa para hacer alguna sanguinolenta venganza; pero estorbáronselo el barbero y el cura; mas un cuadrillero hizo de suerte que el cabrero cogió debajo de sí á don Quijote, sobre el cual llovió tanto número de mojicones, que del rostro del pobre caballero llovía tanta sangre como del suyo. Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, zuzaban los unos á los otros como hacen á los perros cuando en pendencia están trabados; sólo Sancho Panza se desesperaba, porque no se podía desasir