—Deso recibo yo mucho gusto, respondió la mujer: mostradme esas cosas de más consideración y más momento, amigo mío, que las quiero ver para que me se alegre este corazón, que tan triste y descontento ha estado en todos los siglos de vuestra ausencia.
—En casa os la mostraré, mujer, dijo Panza; y por ahora estad contenta; que siendo Dios servido de que otra vez salgamos en viaje á buscar aventuras, vos me veréis presto conde, ó gobernador de una ínsula, y no de las por ahí, sino la mejor que pueda hallarse.
—Quiéralo así el cielo, marido mío; que bien lo habemos menester. Mas, decidme, ¿que es eso de ínsulas? que no lo entiendo.
—No es la miel para la boca del asno, respondió Sancho: á su tiempo lo verás, mujer, y aun te admirarás de oirte llamar señoría de todos tus vasallos.
—¿Qué es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas y vasallos? respondió Teresa Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de sus maridos.
—No te acucies, Teresa, por saber todo esto tan aprisa: basta que te digo verdad, y cose la boca; sólo te sabré decir, así de paso, que no hay cosa más gustosa en el mundo que ser un hombre honrado escudero de un caballero andante, buscador de aventuras. Bien es verdad que las más que se hallan no salen tan á gusto como el hombre querría, porque de ciento que se encuentran, las noventa y nueve suelen salir aviesas y torcidas. Sélo yo de experiencia, porque de alguna he salido manteado, y de otras molido; pero, con todo eso, es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes, escudriñando selvas, pisando peñas, visitando castillos, alojando en ventas á toda discrección, sin pagar, ofrecido sea al diablo el maravedí.
Todas estas pláticas pasaron entre Sancho Panza y Teresa Panza, su mujer, en tanto que el ama y sobrina de don Quijote le recibieron y le desnudaron, y le tendieron en su antiguo lecho. Mirábalas él con ojos atravesados, y no acababa de entender en qué parte estaba. El cura en-