que retuerce y plega. Luego abre una cajita de laca negra que contiene te verde perfectamente pulverizado. Con una finísima espátula coge tres porciones y las arroja en la taza; estas tres veces la cucharilla de bambú vierte el agua hirviente en el polvo; entonces, con el batidor, espuma la mezcla silenciosamente.
La más joven de las invitadas se levanta, coge lentamente la taza y, saludando á una de sus compañeras, se la ofrece.
Luego, con la misma lentitud vuelve á hacer la misma operación con otra taza. . . .
¡Y se acabó!. . . ¿Se acabó? . . .
Pero al ver solamente aquel delicado trabajo, hecho
por tan suaves, pálidas y pequeñas manos, con lentos
y precisos ademanes, rimados como por una música
muda, se comprende que aquello no es nada y es
maravilloso. Se necesita un pueblo de un alma muy
particular para haber concebido tal idea. Costumbres
feroces desolan el imperio. Puños formidables, ensangrentados,
no saben sino manejar la lanza y herir.
¿Qué hacer para devolver la dulzura y la paz?
Confiarlas acaso á un objeto muy frágil que no deben
romper, invitarles á un trabajo de extraordinaria
delicadeza, convencerles de que es preciso realizarlo en
el silencio y en el recogimiento. Y el éxito es seguro:
los guerreros se someten al rito, cumplen la Tcha-no-you, se apasionan por ella. . . . No es ya Orfeo
dominando á los leones con su canto, sino enseñándolos
á cantar.