I
Una mañana de la quinta luna de estos últimos veranos, una linda barca subía lentamente por el O-gava y salía de Tokio, la capital del Japón, que se llamaba Yeddo bajo el virreinado de los Taicounes.
Dirigían la embarcación dos bateleros en pie, uno en la proa y otro en la popa, quienes, de vez en cuando, cambiaban entre sí algunas palabas referentes al oficio, por encima de las cabezas de dos jóvenes que iban sentados en el fondo de la barca.
Uno de éstos, inclinado hacia el agua, hundía en ella uno de sus dedos, como si quisiera trazar una línea sobre la superficie del río; el otro, con las manos sobre la cabeza, miraba al cielo.
El aire era deliciosamente fresco; el sol, velado aún, parecía un rubí perdido entre muselinas, y nubes rosadas rodaban sobre el horizonte, como cojines de seda, rechazados por el brazo de un durmiente que despierta.
En las márgenes del río, la ciudad parecía un pueblo