y perdonarle el jarrazo, no daba lugar el mal tratamiento que el mal ciego desde allí adelante me hacía, que sin causa ni razón me hería, dándome coscorrones y repelándome.
Y si alguno le decía por qué me trataba tan mal, luego contaba el cuento del jarro, diciendo:
—¿Pensaréis que este mi mozo es algún inocente? Pues oíd si el demonio ensayara otra tal hazaña.
Santiguándose los que lo oían, decían:
—¡Mira quién pensara de un muchacho tan pequeño tal ruindad!
Y reían mucho el artificio, y decíanle:
—Castigadlo, castigadlo, que de Dios lo habréis.
Y él, con aquello, nunca otra cosa hacía.
Y en esto yo siempre le llevaba por los peores caminos y adrede, por le hacer mal daño: si había piedras, por ellas; si lodo, por lo más alto. Que aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábame a mí de quebrar un ojo por quebrar dos al que ninguno tenía.
Con esto, siempre con el cabo alto del tiento me atentaba el colodrillo, el cual siempre traía lleno de tolondrones y pelado de sus manos. Y aunque yo juraba no lo hacer con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba ni me creía más: tal era el sentido y el grandísimo entendimiento del traidor.
Y por que vea vuestra merced a cuánto se extendia el ingenio de este astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me acaecieron, en el cual me parece dió bien a entender su gran astucia. Cuando salimos de Salamanca, su motivo fué venir a tierra de Toledo. Porque decía ser la gente más rica, aunque no