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grajea, lo comí, y algo me consolé. Mas él, como viniese a comer y abriese el arca, vió el mal pesar, y sin duda creyó ser ratones los que el daño habían hecho. Porque estaba muy al propio contrahecho de como ellos lo suelen hacer. Miró todo el arcaz de un cabo a otro y vióle ciertos agujeros, por de sospechaba habían entrado. Llamóme, diciendo:

—¡Lázaro! ¡Mira, mira qué persecución ha venido aquesta noche por nuestro pan!

Yo híceme muy maravillado, preguntándole qué sería.

—¡Qué ha de ser!—dijo él—. Ratones, que no dejan cosa a vida.

Pusímonos a comer, y quiso Dios que aun en esto me fué bien. Que me cupo más pan que la laceria que me solía dar. Porque ralló con un cuchillo todo lo que pensó ser ratonado, diciendo:

—Cómete eso, que el ratón cosa limpia es.

Y así, aquel día, añadiendo la ración del trabajo de mis manos, o de mis uñas, por mejor decir, acabamos de comer, aunque yo nunca empezaba.

Y luego me vino otro sobresalto, que fué verle andar solícito quitando clavos de las paredes y buscando tablillas, con las cuales clavó y cerró todos los agujeros de la vieja arca.

«¡Oh, Señor mío!»—dije yo entonces—. ¡A cuánta miseria y fortuna y desastres estamos puestos los nacidos y cuán poco duran los placeres desta nuestra trabajosa vida! Heme aquí que pensaba con este pobre y triste remedio remediar y pasar mi laceria y estaba ya cuanto que alegre y de buena ventura.