—Por mi vida, que parece éste buen pan.
—¡Y cómo! ¿Ahora—dije yo—, señor, es bueno?
—Sí, a fe—dijo él—. ¿Adónde lo hubiste? ¿Si es amasado de manos limplas?
—No sé yo eso—le dije—; mas a mí no me pone asco el sabor dello.
—Así plega a Dios—dijo el pobre de mi amo.
Y llevándolo a la boca, comenzó a dar en él tan fieros bocados como yo en lo otro.
—Sabrosísimo pan está—dijo—, por Dios.
Y como le sentí de qué pie cojeaba, dime priesa. Porque le vi en disposición, si acababa antes que yo, se comediría a ayudarme a lo que me quedase. Y con esto acabamos casi a una. Y mi amo comenzó a sacudir con las manos unas pocas de migajas, y bien menudas, que en los pechos se le habían quedado. Y entró en una camareta que allí estaba y sacó un jarro desbocado y no muy nuevo, y de que hubo bebido convidóme con él. Yo, por hacer del continente, dije:
—Señor, no bebo vino.
—Agua es—me respondió—. Bien puedes beber.
Entonces tomé el jarro y bebi. No mucho, porque de sed no era mi congoja.
Así estuvimos hasta la noche, hablando en cosas que me preguntaba, a las cuales yo le respondi lo mejor que supe. En este tiempo metióme en la cámara donde estaba el jarro de que bebimos y dijome:
—Mozo: párate alli y verás cómo hacemos esta cama, para que la sepas hacer de aquí adelante.
Púseme de un cabo y él del otro e hicimos la ne-