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—Parésceme, señor—le dije yo—, que en eso no mirara, mayormente con mis mayores que yo y que tienen más.

—Eres mochacho—me respondió—y no sientes las cosas de la honra, en que el día de hoy está todo el caudal de los hombres de bien. Pues te hago saber que yo soy, como ves, un escudero; mas, ¡vótote a Diosl, si al conde topo en la calle y no me quita muy bien quitado del todo el bonete, que otra vez que venga me sepa yo entrar en una casa, fingiendo yo en ella algún negocio, o atravesar otra calle, si la hay, antes que llegue a mí, por no quitárselo. Que un hidalgo no debe a otro que a Dios y al rey nada, ni es justo, siendo hombre de bien, se descuide un punto de tener en mucho su persona. Acuérdome que un día deshonré en mi tierra a un oficial y quise poner en él las manos porque cada vez que le topaba me decía: «Mantenga Dios a vuestra merced.» Vos, don villano ruin—le dije yo—, ¿por qué no sois bien criado? ¿Manténgaos Dios me habéis de decir, como si fuese quienquiera? De allí adelante, de aquí acullá, me quitaba el bonete y hablaba como debía.

—¿Y no es buena manera de saludar un hombre a otro—dije yo—decirle que le mantenga Dios?

—¡Mira mucho de enhoramalal—dijo él. A los hombres de poca arte dicen eso; mas a los más altos, como yo, no les han de hablar menos de: «Beso las manos de vuestra merced», o, por lo menos: «Bésoos, señor, las manos», si el que me habla es caballero. Y así, aquel de mi tierra que me atestaba de mantenimiento nunca más le quise sufrir, ni sufriría, ni