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EL ROBINSON SUIZO.

Esta piadosa tarea nos distrajo por largo rato del peligro que corríamos, sintiéndome algo más aliviado al contemplar las cabecitas de mis hijos religiosamente humilladas. De repente, entre el fragor de las olas oímos una voz que clamaba: ¡Tierra! ¡tierra! experimentando al propio tiempo un fuerte sacudimiento que nos derribó á todos, al par de tan espantoso crujido, que por un momento temímos que la nave se hubiese estrellado en los escollos: estábamos varados. En seguida una voz, que conocí ser la del capitan, exclamó: ¡Estamos perdidos! ¡al agua las lanchas! Lleno el corazon de sobresalto, trepé al puente y comprendí que no nos quedaba mas recurso que perecer; apénas puse en él los piés, cuando lo barrió una furiosa ola arrojándome sin conocimiento contra el mástil; y al recobrarlo ví al último de los marineros saltar en la postrera lancha, alejándose todas del buque atestadas de gente. Empecé á dar voces, á pedirles auxilio con el más vivo encarecimiento, á suplicarles que nos socorriesen... ¡Vano empeño! los bramidos de la tempestad ahogaban mis clamores, y no pudieron oirme, ó el furor de las olas les impidió acudir á favorecernos. En medio de mi afliccion cabíame el consuelo de observar que el agua no alcanzaria la cámara do se hallaba mi adorada familia sobre el camarote del capitan, y escudriñando el horizonte al Sur parecióme columbrar á intervalos una costa que, á pesar de su aspecto áspero é inculto, llegó á ser el exclusivo objeto de mis ansias y deseos.

Apresuréme pues á volver al lado de mi familia, y afectando un tono de seguridad que distaba de alentarme, anunciéles que el agua nos respetaria y que al amanecer hallaríamos medio de tomar tierra, grata noticia que tranquilizó á los niños sin alucinar á mi esposa, acostumbrada á penetrar mi pensamiento, cuanto más que con una seña la signifiqué nuestro desamparo. Al observar que no decaia su confianza en el Señor y nos obligaba á tomar algun alimento, cobré valor y fuerzas; accedímos á sus instancias, y despues del frugal refrigerio durmiéronse los niños, excepto Federico, que se acercó á decirme:

—He pensado, querido papá, que deberíamos hacer para mamá y mis hermanos una especie de cintos llamados salvavidas, para sostenerse á flor de agua, pues V. y yo nadarémos hasta la orilla.

Aprobé la idea, y resuelto á ponerla desde luego por obra, comenzámos á buscar barriles capaces de sostener un cuerpo humano, atámoslo de dos en dos, y nos los ceñímos al cuerpo; en seguida, provistos de cuchillos, bramante, cuerdas, avíos de encender lumbre y otros útiles de primera necesidad, pasámos el resto de la noche en la mayor congoja, temiendo que de un momento á otro se sumergiese el buque. A pesar de todo, Federico se durmió rendido de fatiga.

Vino por fin la luz del dia á infundirnos confianza aplacando las bravías olas; consolé como pude á mis hijos, y absortos por la apremiante necesidad de salvarnos, dispersámonos por el buque en busca de los objetos al efecto más necesarios. Federico trajo dos escopetas con pólvora, perdigones y balas; Ernesto clavos,