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II

Aunque el cura aquel de su parroquia ya había muerto, otros quedaban, pues curas nunca faltan: y D. Fermín Zaldúa, siempre que veía unos manteos se acordaba de lo que le había dicho el párroco y de lo que él le había replicado.

Ése era el otro negocio. Jamás había perdido ninguno, y las canas le decían que estaba en el orden empezar a preparar el terreno para que, por no perder, ni siquiera el alma se le perdiese.

No se tenía por más ni menos pecador que otros cien banqueros y prestamistas. Engañar, había engañado al lucero del alba. Como que sin engaño, según Zaldúa, no habría comercio, no habría cambio. Para que el mundo marche, en todo contrato ha de salir perdiendo uno, para que haya quien gane. Si los negocios se hicieran tablas como el juego de damas, se acababa el mundo. Pero, en fin, no se trataba de hacerse el inocente; así como jamás se había forjado ilusiones en sus cálculos para negociar, tampoco ahora quería forjárselas en el otro negocio: "A Dios—se decía—no he de engañarle, y el caso no es buscar disculpas, sino remedios. Yo no puedo restituir a todos los que pueden haber dejado un poco de lana en mis zarzales. ¡La de letras que yo habré descontado! ¡La de préstamos hechos! No puede ser. No puedo ir buscando uno por uno a todos los perjudicados; en gastos de correos y en indagatorias se me iría más de lo que les debo. Por fortuna, hay un Dios en los cie-