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El sol de fiesta de Madrid penetraba, disfrazado de mil colores, por las altas vidrieras rojas, azules, verdes, moradas y amarillas; y como polvo de las alas de las mariposas iban los corpúsculos iluminados de aquellos haces alegres y mágicos a jugar con los matices de los graciosos tocados de las damas, sacando lustre azul, de pluma de gallo, al negro casco de la hermosa cabeza desnuda de la morena de un palco, y más abajo, en la sala, dando reflejos de aurora boreal a las flores, a la paja, a los tules de los sombreros graciosos y pintorescos que anunciaban la primavera como las margaritas de un prado.

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Desde un palco del centro oía la música, con más atención de la que suelen prestar las damas en casos tales, Elisa Rojas, especie de Minerva con ojos de esmeralda, frente purísima, solemne, inmaculada, con la cabeza de armoniosas curvas, que, no se sabía por qué, hablaban de inteligencia y de pasión, peinada como por un escultor en ébano. Aquellas ondas de los rizos anchos y fijos recordaban las volutas y las hojas de los chapiteles jónicos y corintios y estaban en dulce armonía con la majestad hierática del busto, de contornos y movimientos canónicos, casi simbólicos, pero sin afectación ni monotonía, con sencillez y hasta con gracia. Elisa Rojas, la de los cien adoradores, estaba enamorada del modo de amar de