Página:El Señor y lo demás son cuentos (1919).djvu/125

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página ha sido corregida
119
 

la había procurado indagar el estado de aquel misterioso adorador, con quien no había hablado más que dos o tres veces en diez años y nunca más de algunas docenas de palabras, entre la multitud, acerca de cosas insignificantes, del momento. Unos decían que era casado y que su mujer se había vuelto loca y estaba en un manicomio; otros, que era soltero, mas que estaba ligado a cierta dama por caso de conciencia y ciertos compromisos legales...; ello era que a la de Rojas le constaba que aquel señor no podía pretender amores lícitos, los únicos posibles con ella, y le constaba porque él mismo se lo había dicho en el único papel que se había atrevido a enviarle en su vida.

Elisa tenía la costumbre, o el vicio, o lo que fuera, de alimentar el fuego de sus apasionados con miradas intensas, largas, profundas, de las que a cada amador de los predilectos le tocaba una cada mes, próximamente. Aquel señor, que al principio no había sido de los más favorecidos, llegó, a fuerza de constancia y de humildad, a merecer el privilegio de una o dos de aquellas miradas en cada ocasión en que se veían. Una noche, oyendo música también, Elisa, entregada a la gratitud amorosa y llena de recuerdos de la contemplación callada, dulce y discreta del hombre que se iba haciendo viejo adorándola, no pudo resistir la tentación, mitad apasionada, mitad picaresca y maleante, de clavar los ojos en los del triste caballero y ensayar en aquella mirada