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un chiste, un retruécano, o lo que fuese, que se le había ocurrido, y que para ella y para él tenía más alcance que para los demás.

Miró con franqueza, con la sonrisa diabólica en los labios, al infeliz caballero que se moría por ella..., y dijo, como para los de su palco sólo, pero segura de ser oída por él:

—Ahí tenéis lo que se llama... un viejo verde.

Las amigas celebraron el chiste con risitas y miradas de inteligencia.

El viejo verde, que se había oído bautizar, no salió del palco hasta que calló Beethoven. Salió del rayo de luz y entró en la obscuridad para no salir de ella en su vida.

Elisa Rojas no volvió a verle.

Pasaron años y años; la de Rojas se casó con cualquiera, con la mejor proporción de las muchas que se le ofrecieron. Pero antes y después del matrimonio, sus ensueños, sus melancolías y aun sus remordimientos, fueron en busca del amor más antiguo, del imposible. Tardó mucho en olvidarle, nunca le olvidó del todo: al principio sintió su ausencia más que un rey destronado la corona perdida, como un ídolo pudiera sentir la desaparición de su culto. Se vió Elisa como un dios en el destierro. En los días de crisis para su alma, cuando se sentía humillada, despreciada, lloraba la ausencia de aquellos ojos siempre fieles, como si fueran los de un amante verdadero, los ojos amados. "¡Aquel señor sí que me quería, aquél sí que me adoraba!"