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mas de algunos árboles, y sobre los pedestales de las estatuas, yacían pilluelos muertos, supinos, o de bruces, o colgados. El doctor sentía terribles remordimientos—. ¡Había asesinado a toda la humanidad!—Dígase en su descargo—él había obrado de buena fe al proponer el suicidio universal.

¡Pero su mujer!... Evelina le tenía en un puño.

Era la hermosa rubia de la minoría en aquello del suicidio; no tanto por horror a la muerte, como por llevarle la contraria a su marido.

Cuando vió que lo de morir todos iba de veras, tuvo una encerrona con su caro esposo; a la hora de acostarse, y en paños menores, con el pelo suelto, le puso las peras a cuarto; y unas veces llorando, otras riendo, ya altiva, ya humilde, ora sarcástica, ora patética, apuró los recursos de su influencia para obligar a su Judas, si no a volverse atrás de lo prometido, a cometer la felonía de hacer una excepción en aquella matanza.

—¿No tienes medio de salvarnos a ti y a mí?...

El doctor, aunque lo negó al principio, tuvo que confesar al fin que sí; que podían salvarse ellos, pero sólo ellos.

Evelina no tenía amantes; se conformó con salvarse sola, pues su marido no era nadie para ella.

Adambis, que era celoso, casi sin motivo, pues su mujer no pasaba nunca de ciertas coqueterías sin consecuencia, experimentó gran consuelo al pensar que se iba a quedar solo con Evelina en el mundo.

Merced a ciertos menjurjes, el doctor se aisló