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Y todavía quería defenderse gritándole a Judas en la cabeza:

—¡Mira, no sea que te equivoques! No sea eso una gran huerta de algún mandarín chino o de un Bajá de siete colas...

El paisaje era delicioso; la frondosidad, como no la había visto jamás Adambis.

Cuando él dudaba así, de repente Evelina, que también observaba con unos anteojos de teatro, gritó:

—¡Ah, Judas, Judas! por aquel prado se pasea un señor..., muy alto, sí, parece alto..., de bata blanca... con muchas barbas, blancas también...

—¡Cáscaras!—exclamó el doctor, que sintió un escalofrío mortal.

Y dirigiendo su catalejo hacia la parte a que apuntaba Evelina, dijo con voz de espanto:

—No hay duda..., es él. ¡Él, mejor dicho!

—Pero ¿quién?

—¡Yova Elhoim! ¡Jehová! ¡El Señor Dios! ¡El Dios de nuestros mayores!...

IV

El autor de toda esta farsa necesita, al llegar a este punto de su narración, interrumpirla, aunque los sienta y mortifique a esas pléyades de jóvenes naturalistas en román paladino, que no pueden ver sin disgusto que aparezca en la novela o cuento, o lo que sea, la personalidad del escri-