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Levantó el Señor la cabeza al oir tanto ruido, y viendo el trance, acudió a salvar a los náufragos del aire.

A presencia de Jehová, el doctor Judas permanecía silencioso y avergonzado. Evelina miraba al Señor con curiosidad, pero sin asombro. Encontrarse con un Dios personal de manos a boca, le parecía tan natural, como le hubiera parecido la demostración matemática de que Dios no existe. Lo que ella quería era tomar algo.

Con arreglo a lo dicho, se renuncia a copiar aquí el diálogo que medió entre Jehová y el sabio de Mozambique. Pero se dirá la sustancia.

El Señor no abusó, como hubiera hecho Júpiter, o El Siglo Futuro, de su situación, que le daba una superioridad incontestable. Nada de pullas, ni de sarcasmos mucho menos. Demasiado sabía él que Adambis, desde que había estudiado Anatomía comparada, se había pasado la vida negando la posibilidad de un Dios personal. Los dos sabían esto. ¿Para qué hablar de ello?

Judas se creyó en el deber de humillarse y de confesar su error. Pero Jehová, con una delicadeza que nunca tuvieron los Nocedales en sus palizas a La Unión, hizo que la conversación cambiase de rumbo.

Lo pasado, pasado. Ahora se trataba de reformar la humanidad por segunda vez. Lo de Adán había salido mal; el remedio del diluvio tampoco había probado; tal vez el mal habría estado en dejar vivos a tantos parientes; un mundo que