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cedía siempre. Caín tampoco hubiera consentido en la separación, en pasear sin el amigo; pero no cedía porque estaba seguro de que cedería el compinche; y por eso iba sonriendo: no porque le gustase oir la tos del otro. No, ni mucho menos; justamente solía él decirse: "¡No me gusta nada la tos de Abel!" Le quería entrañablemente, sólo que hay entrañas de muchas maneras, y Caín quería a las personas para sí, y, si cabía, para reirse de las debilidades ajenas, sobre todo si eran ridículas o a él se lo parecían. La poca voluntad y el poco egoísmo de su amigo le hacían muchísima gracia, le parecían muy ridículos, y tenía en ellos un estuche de cien instrumentos de comodidad para su propia persona. Cuando algún chusco veía pasar a los dos vejetes, oficiales primero y segundo del Gobierno civil desde tiempo inmemorial (D. Joaquín el primero, por supuesto; siempre delante), y los veían perderse a lo lejos, entre los negrillos que orlaban la carretera de Galicia, solía exclamar riendo:

—Hoy le mata, hoy es el día del fratricidio. Le lleva a paseo y le da con la quijada del burro. ¿No se la ven ustedes? Es aquel bulto que esconde debajo de la levita.

El bulto, en efecto, existía. Solía ser realmente un hueso de un animal, pero rodeado de mucha carne, y no de burro, y siempre bien condimentada. Cosa rica. Merendaban casi todas las tardes como los pastores de Don Quijote, a campo raso, y chupándose los dedos, en cualquier so-