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cable para muy pocos, y que el público en general sólo apreciaba en rarísimas ocasiones. A veces el papel, en determinados momentos, se amoldaba al defecto fonético de la González, y en la sala había un rumor de sorpresa, de agrado, que el público no se quería confesar, y que despertaba leve murmullo de vergonzante admiración. Pasaba aquella ráfaga, que daba a Juana más pena que alegría, y todo volvía a su estado; la González seguía siendo una discreta actriz de las más modestas, excelente amiga, nada envidiosa, servicial, agradecida, pero casi, casi imposibilitada para medrar y llamar la atención de veras. Juana por sí, por sus pobres habilidades de la escena, no sentía aquel desvío, aquel menosprecio compasivo; pero en cuanto al desdén con que se miraba el arte de su marido, era otra cosa. En silencio, sin decírselo a él siquiera, la González sentía como una espina la ceguera del público, que, por rutina, era injusto con Noval; por no ser lince.

***

Una noche entró en el cuarto de la Serrano el crítico a quien Juana, a sus solas, consideraba como el único que sabía comprender y sentir lo bueno y mirar su oficio con toda la honradez escrupulosa que requiere. Era D. Ramón Baluarte, que frisaba en los cuarenta y cinco, uno de los pocos ídolos literarios a quien Juana tributaba culto secreto, tan secreto, que ni siquiera sabía de