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esto encantaba a Juana, que le oía como a un oráculo, que devoraba sus artículos... y que nunca había hablado con él, de miedo, por no encontrar nada digno de que lo oyera aquel señor. Baluarte, que visitaba a la Serrano más que a otros artistas, porque era una de las pocas eminencias del teatro, a quien tenía en mucho y a quien elogiaba con la conciencia tranquila, Baluarte jamás se había fijado en aquella joven que oía, siempre callada, desde un rincón del cuarto, ocupando el menor espacio posible.

La noche de que se trata, D. Ramón entró muy alegre, más decidor que otras veces, y apretó con efusión la mano que Petra, radiante de expresión y alegría, le tendió en busca de una enhorabuena que iba a estimar mucho más que todos los regalos que tenía esparcidos sobre las mesas de la sala contigua.

—Muy bien, Petrica, muy bien; de veras bien. Se ha querido usted lucir en su beneficio. Eso es naturalidad, fuerza, frescura, gracia, vida; muy bien.

No dijo más Baluarte. Pero bastante era. Petra no veía su imagen en el espejo, de puro orgullo; de orgullo no, de vanidad, casi convertida de vicio en virtud por el agradecimiento. No había que esperar más elogios; D. Ramón no se repetía; pero la Serrano se puso a rumiar despacio lo que había oído.

A poco rato, D. Ramón añadió:

—¡Ah! Pero entendámonos; no es usted sola