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mento, para huir otra vez, para salvar la vida y volver un día vencedor a buscar a su amada y hacerla suya, pesare a quien pesare. La ofrenda es ésta, dijo, mostrando una caja de metal, larga y estrecha.

—No abras la caja hasta que yo me ausente, y tenla siempre oculta. No me preguntes cómo gané ese tesoro; es mío, es tuyo. Tú lo mereces todo, yo... bien merecí ganarlo por el esfuerzo de mi valor y por la fuerza con que te quiero. Huyó Guillermo; María abrió la caja al otro día, a solas en su alcoba, y vió dentro... una rosa de oro con piedras preciosas en los pétalos, como gotas de rocío, y con tallo de oro macizo también. Una piedra de aquéllas estaba casi desprendida de la hoja sobre que brillaba; un golpe muy pequeño la haría caer. El padre de la infeliz lavandera nada supo. María no acertaba a explicarse, ni la procedencia, ni el valor de aquel tesoro, ni lo que debía hacer con él para obrar en conciencia. ¿Sería un robo? Le pareció pecado pensar de su amante tal cosa. Pasó tiempo, y un día recibió la joven una carta que le entregó un viajero. Guillermo le decía en ella que tardaría en volver, que iba cada vez más lejos, huyendo de enemigos vencedores y de la miseria, a buscar fortuna. Que si en tanto, añadía, ella carecía de algo, si la necesidad la apuraba, vendiera las piedras de la rosa, que le darían bastante para vivir... "Pero si la necesidad no te rinde, no la toques; guárdala como te la di, por ser ofrenda de mi amor." Y el hambre, sí,