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Hasta sería una ofensa para todos que lo supieran.

Por la noche, cuando nadie podía sorprenderle, Juan pasaba dos, tres, más veces por la rinconada; la torre poética, misteriosa, o sumida en la niebla, o destacándose en el cielo como con un limbo de luz estelar, le ofrecía en su silencio místico un discreto confidente; no diría nada del misterioso amor que presenciaba ella, canción de piedra elevada por la fe de las muertas generaciones al culto de otro amor misterioso. En la casa humilde todo era recogimiento, silencio. Tal vez por un resquicio salía del balcón una raya de luz. Juan, sin saberlo, se embelesaba contemplando aquella claridad. "Si duerme ella, yo velo. Si vela... ¿quién le diría que un hombre, al fin soy un hombre, piensa en su dolor y en su belleza espiritual, de ángel, aquí, tan cerca... y tan lejos; desde la calle... y desde lo imposible? No lo sabrá jamás, jamás. Esto es absoluto: jamás. ¿Sabe que vivo? ¿Se ha fijado en mí? ¿Puede sospechar lo que siento? ¿Adivinó ella esta compañía de su dolor?" Aquí empezaba el pecado. No, no había que pensar en esto. Le parecía, no sólo sacrílega, sino ridícula, la idea de ser querido... a lo menos así, como las mujeres solían querer a los hombres. No, entre ellos no había nada común más que la pena de ella, que él había hecho suya.