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desaparecido. Lo humano, puro también a su modo, volvía a borbotones.

"¡No volvería a ver aquellos ojos!" Al primer paso que dió en la calle, Juan se tambaleó, perdió la vista y vino a tierra. Cayó sobre las losas de la acera. Le levantaron; recobró el sentido. El oleum infirmorum corría lentamente sobre la piedra bruñida. Juan, aterrado, pidió algodones, pidió fuego; se tendió de bruces, empapó el algodón, quemó el líquido vertido, enjugó la piedra lo mejor que pudo. Mientras se afanaba, el rostro contra la tierra, secando la losa, sus lágrimas corrían y caían, mezclándose con el óleo derramado. Cesó el terror. En medio de su tristeza infinita se sintió tranquilo, sin culpa. Y una voz honda, muy honda, mientras él trabajaba para evitar toda profanación, frotando la piedra manchada de aceite, le decía en las entrañas:

"¿No querías el martirio por amor Mío? Ahí le tienes. ¿Qué importa en Asia o aquí mismo? El dolor y Yo estamos en todas partes."


El Señor
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