montón de cucho, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto. En el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral obscuro.
Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado, clamaba desde casa:
—¡Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes!—Así gritaba de lejos el padre con voz de lágrimas.
Caía la noche; por la calleja obscura que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tintán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.
—¡Adiós, Cordera!—gritaba Rosa deshecha en llanto—. ¡Adiós, Cordera de mío alma!
—¡Adiós, Cordera!—repetía Pinín, no más sereno.
—Adiós—contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resigna-