Las pequeñas y disculpables vanidades a que su espíritu se rendía, como verbi gracia, la no escasa estimación en que tenía el aprecio de los doctos y de los buenos, y hasta la admiración y simpatía de los ignorantes y sencillos, veíalas satisfechas, pues era su nombre famoso, con sólida fama, y popular; de suerte que esta popularidad que le aseguraba el renombre entre los muchos, no le perjudicaba en la estimación de los escogidos. Y por fin, su dicha grande, seria, era una casa, su mujer, sus hijos; tres cabezas rubias, y él decía también, tres almas rubias, doradas, mi lira, como los llamaba al pasar la mano por aquellas frentes blancas, altas, despejadas, que destellaban la idea noble que sirve ante todo para ensanchar el horizonte del amor.
Aquella esposa y aquellos hijos, una pareja; la madre hermosa, que parecía hermana de la hija, que era un botón de oro de quince abriles, y el hijo de doce años, remedo varonil y gracioso de su madre y de su hermana, y ésta, la dominante, como él decía, parecían, en efecto, estrofa, antistrofa y epodo de un himno perenne de dicha en la virtud, en la gracia, en la inocencia y la sencilla y noble sinceridad. "Todos sois mis hijos, pensaba D. Jorge, incluyendo a su mujer; todos nacisteis de la espuma de mis ensueños." Pero eran ensueños con dientes, y que apretaban de firme, porque como todos eran jóvenes, estaban sanos y no tenían remordimientos ni disgustos que robaran el apetito, comían que devoraban, sin llegar