Y el amor de Dios era el vapor de aquella máquina siempre activa; el amor de Dios, que envolvía, como los pétalos encierran los estambres, el amor a sus hijos, a su mujer, a la belleza, a la conciencia tranquila, le animaba en el trabajo incesante, en aquella suave asimilación de la vida ambiente, en la adaptación a todas las cosas que le rodeaban y por cuya realidad seria, evidente, se dejaba influir.
Pero a lo mejor, en el cerebro de aquel místico vergonzante, místico activo y alegre, estallaba, como una estúpida frase hecha, esta duda, esta pregunta del materialismo lógico de su ciencia de analista empírico:
"¿Y si no hay Dios? Puede que no haya Dios. Nadie ha visto a Dios. La ciencia de los hechos no prueba a Dios..."
Don Jorge Arial despreciaba al pobre diablo científico, positivista, que en el fondo de su cerebro se le presentaba con este obstruccionismo; pero a pesar de este desprecio, oía al miserable, y discutía con él, y unas veces tenía algo que contestarle, aun en el terreno de la fría lógica, de la mera intelectualidad... y otras veces no.
Ésta era la pena, éste el tormento del señor Arial.
Es claro que gritase lo que gritase el materialista escéptico, el que ponía a Dios en tela de juicio, D. Jorge seguía trabajando de firme, afanándose por el pan de su hijos y educándolos, y amando a toda su casa y cumpliendo como un jus-